El día que abrieron los cielos fue cuando terminó para mí el estado de alarma.125 días después.
Aunque la ciudad va despertando despacio de su letargo y temerosa de las consecuencias que están por llegar, yo no me sentí libre hasta que las alas de acero surcaron el cielo de nuevo.
Hasta que no estuve con mariposas en el estómago, abriendo maletas vacías y llenándolas de ropa que no veían la luz desde hacía un año. ¿Quién necesita un bikini de camuflaje y un pareo rosa flúor en Londres? Tintes de última hora y maldiciendo el no tener un bañador en la recámara que disimulen los kilos que se han ido almacenando durante el confinamiento.
Pero todo llega, tras tres cancelaciones aéreas a la cuarta va la vencida y viajando como las princesas, con una compañía que aún te da algo de comer y no te vende lotería justo cuando te estás quedando dormida.
Para no perder la costumbre acabé abriendo el aeropuerto y aunque siempre me propongo escribir en mis viajes, al final siempre me puede el sueño o la fiebre lectora y la libreta acaba enterrada entre miles de trastos al fondo de mi mochila.
Han pasado ocho meses hasta llegar al día que abrieron los cielos, meses sin malgastar medio sueldo tontamente en las tiendas del aeropuerto, sin ser la primera en la fila para embarcar y sin soñar despierta en los motivos del viaje del resto de pasajeros que tienen el mismo destino que yo.
Tres horas que pasaron volando, nunca mejor dicho, y que fueron el preámbulo de unos días llenos de sal, levante, abrazos que hablan y mojitos.
Ni las mascarillas que te hacen sudar el bigote han podido quitarme la felicidad de pisar mi paraíso, verlos a casi todos y darme cuenta de que por más que los eche a todos de menos estoy en el lugar que quiero estar.